71 años atrás, el 28 de Mayo de 1944, una poderosa insurrección del pueblo guayaquileño derrocó la sangrienta tiranía de Carlos Alberto Arroyo del Río, oligarca de marca mayor, abogado de compañías extranjeras, señor de las aduanas, abanderado de la corrupción, gran culpable de nuestra derrota fronteriza de 1941, cuando toda la provincia de El Oro cayó bajo la bota del militarismo peruano, aupado y protegido directamente por el gobierno norteamericano, el cual nos impuso la firma del Protocolo de Río de Janeiro, que nos arrebató 200 mil kilómetros de nuestra Amazonía y nos despojó de nuestros derechos ribereños sobre el Gran Río.
A la par que en Guayaquil, el levantamiento popular estalló en todo el
país, en ciudades y campos. Con anterioridad, sólo la Revolución Alfarista
había convocado y alzado a las multitudes con tanto fervor y esperanza. Grandes
cuotas de cadáveres y heridos pagó el pueblo por su rebeldía y su heroísmo.
Establecido en 1940' gracias al fraude electoral de turno, ese régimen
implantó el espionaje interno, el carcelazo y la tortura para todos aquellos
que se oponían y denunciaban el despotismo. El brutal Cuerpo de Carabineros, la
Pesquisa (mal llamada Servicio de Inteligencia) y altos mandos militares
sirvieron entonces de sostén a un gobierno que no vaciló en derramar sangre
ecuatoriana durante la permanente represión ejercitada.
En medio de tanto dolor y tanta ferocidad del régimen arroyista, fueron
naciendo y creándose organismos fundamentales como la Confederación de Trabajadores del Ecuador (CTE), la FEUE, la Federación Ecuatoriana de Indios,
las organizaciones de trabajadores agrícolas del litoral, todas bajo la
dirección de los partidos de izquierda, principalmente del Partido Comunista y
del Partido Socialista. Surgió como fuerza poderosa y unificada la Alianza Democrática Ecuatoriana (ADE), que entregó el poder a José María Velasco Ibarra, el hábil caudillo que se hallaba en el destierro. Se convocó la
Asamblea Constituyente que fue copada por una mayoría de izquierda.
Hasta allí permanecieron izadas las banderas, hasta ese punto llegaron
las reivindicaciones de las masas, sus anhelos de libertad, pan y democracia
más sentidos. Allí comenzó la caída. Los dirigentes de la revolución, que fue
calificada como La Gloriosa, corrieron todos a Quito, en busca de la tajada
burocrática y de la representación parlamentaria.
En Guayaquil, en todas las
provincias y en la misma capital, los miles de Comités Populares que se habían
organizado, quedaron como naves al garete, sin timonel alguno, y para peor,
líderes tan destacados como Pedro Saad cometieron el error de unirse a los
grandes ingenios azucareros, odiados por las masas, para elevar el precio del
azúcar con el argumento de que ello permitiría defender la industria nacional.
Mientras tanto, Velasco daba giros cada vez más fuertes hacia el abandono del
programa de ADE, maldecía abiertamente de la "horrorosa Constitución"
que acababa de dictar la Asamblea y, abrazado a sectores oligárquicos,
latifundistas y militares derechistas, dió un furibundo golpe de Estado el 30
de marzo de 1946, suprimió las instituciones democráticas, asaltó las
universidades, persiguió y encarceló a quienes le habían encaramado a la cumbre
de la revolución con la consigna suicida de "todo el poder para
Velasco".
El pueblo debió volver a rumiar su hambre y su despecho en los tugurios
de siempre, a la espera de nuevos caudillos y nuevas ilusiones. Su
revolución, La Gloriosa, había sido decapitada.
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C. M.
Luis Fernando Carvajal Herrera.
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